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En los últimos quince años, la sucesión de investigaciones sobre los fundamentos psicológicos de la moralidad ha dado lugar a una “nueva era” en el estudio de la cognición moral (Olivera-La Rosa & Rosselló, 2014; Olivera-La Rosa et al., 2016; Sinnott-Armstrong, 2008; Laakasuo, Sundvall, & Drosinou, 2017). Resulta interesante que esta corriente de investigación se haya decantado mayoritariamente por un enfoque evolucionista, en el que se enfatiza el estudio de los procesos automáticos implicados en los juicios morales. Según la teoría del “procesamiento dual” (Greene, 2009), los procesos implicados en la cognición moral pueden dividirse entre los predominantemente automáticos (las intuiciones morales) y los controlados (el razonamiento moral). Estos procesos pueden entrar en conflicto en ciertas situaciones, por ejemplo, cuando la evaluación racional favorece a la respuesta “correcta”, pero las implicaciones de dicha respuesta generan una respuesta afectivamente negativa (Greene, Nystrom, Engell, Darley, y Cohen, 2004).
El actual énfasis en los componentes intuitivo-afectivo de la moralidad complementa una importante tradición en psicología social, que enfatiza el rol del razonamiento en la cognición moral. Emile Durkheim (1912) propuso que la realidad social es una realidad moral, puesto que las sociedades están unidas por lazos morales que conectan a los individuos entre sí y que hacen que estén sujetos a las mismas normas y valores. La investigación de Kohlberg (1972), por su parte, se centra en la forma en que las personas formulan juicios morales, concluyendo que estos son el resultado de la interacción con el medio. Su teoría sobre el desarrollo del razonamiento moral sostiene que tras un periodo infantil de razonamiento moral preconvencional, se evolucionaría a una etapa moral más avanzada, denominada razonamiento moral convencional y posconvencional.
A raíz de estos trabajos se inicia la investigación de la moralidad positiva, denominada Razonamiento Moral Prosocial (RMP). Nancy Eisenberg (1986) fue la pionera en su estudio, empleando dilemas morales que enfrentaban las necesidades y deseos personales con los ajenos (ver también, Eisenberg & Roth, 1980). Demostró que durante la adolescencia se produce una sofisticación del RMP, debido al desarrollo de la capacidad empática y el pensamiento abstracto.
Según esta perspectiva, el crecimiento, las experiencias, los cambios cognitivos y la educación posibilitan el desarrollo de una mayor madurez moral para tomar decisiones en los conflictos morales. A medida que los adolescentes alcanzan un mayor nivel educativo, presentan niveles de razonamiento moral prosocial más orientados a valores más internalizados, muestran más capacidad para ponerse en el lugar del otro y comprender la situación desde el punto de vista del otro (Palma, 2013; Martí-Vilar, & Palma, 2014). El RMP, por tanto, estaría vinculado a la prosocialidad, pues un RMP más complejo e interiorizado se relaciona con una mayor conducta prosocial (Eisenberg, Miller, Shell, McNalley, & Shea, 1991; Lorente, 2014; Mas, 2015).
El estudio psicológico de la religiosidad
La religiosidad es otra dimensión de gran importancia en la vida del ser humano, cuyas implicaciones han sido investigadas desde perspectivas muy diversas. Desde la perspectiva sociológica, algunos estudios sostienen que la religiosidad conduce a resultados positivos mediante el control social. Baumeister, Bauer, & Lloyd (2010) argumentan que las religiones se desarrollaron porque satisfacen deseos y necesidades humanas. Así, los grupos se benefician de la religión, que contribuye a la eficacia y productividad grupal a través de la cohesión y la armonía y el cumplimiento de las reglas que hacen funcionar al sistema.
Desde el ámbito psicológico, la religiosidad es un fenómeno de gran complejidad. Por este motivo su estudio constituye un ámbito de creciente interés académico, en especial desde las perspectivas de la personalidad y de la psicología social (Sedikides & Gebauer, 2010; Saroglou, 2013).