Me levanté aquella mañana con la cabeza pesada y dolorida. Mamá tuvo bastante trabajo para despertarme y solamente lo consiguió recordándome que debía levantarme rápidamente, pues tenía que comulgar esa mañana. En efecto, el día anterior hubo en la escuela confesión general. El viejo Padre Miguel, picado de viruelas bonachón y cariñoso, fue despachando pacientemente la larga fila de cuatrocientos muchachos. Nos acariciaba y aconsejaba en voz muy alta. De vez en cuando gritaba:
- Só sucio!
Al terminar la confesión resultaba que todos nos sabíamos, mutuamente, nuestros pecados.